En Añes
de Araba vivía un hombre que era tenido por brujo. Su casa estaba un poco
apartada del pueblo y nadie se acercaba por allí, a menos que tuviese una buena
razón para hacerlo. Todo el mundo lo temía, pues era capaz de acabar con una buena
cosecha o de desaparecer durante varios días y volver con pócimas y objetos
mágicos de los países más lejanos.
Durante
muchos años, los habitantes de Añes y el brujo vivieron en paz, pero, con el
tiempo, el brujo se convirtió en una persona ambiciosa y desagradable. Empezó a
exigir más y más cosas. Si veía un caballo que le gustaba, se lo pedía al
dueño, amenazándole con matar a todos los animales de su cuadra si se negaba;
otro día era un jamón; otro, un par de ocas o una barrica de buen vino. Los
habitantes del pueblo soportaban su tiranía porque no convenía hacerlo enfadar,
pero cada vez era más difícil tenerlo contento.
—Tenemos
que hacer algo... —comentaban.
—¡Hay
que acabar con ese brujo! —decían unos.
—¿Y
quién va a ser el valiente? —respondían otros.
Un día,
el temido brujo decidió casarse. Mandó recado al alcalde diciéndole que quería
una esposa, y que le preparase una muchacha para el día siguiente. En caso de
no cumplir sus deseos, destruiría el pueblo. El alcalde no tuvo más remedio que
seguir las órdenes y eligió a Grazia, una chica alegre y lista que no estaba
dispuesta a casarse con el brujo, pero tampoco quería que les ocurriera nada a
sus vecinos.
No
sabiendo cómo solucionar el problema, aquella noche la muchacha se acercó a la
casa del brujo y se puso a mirar por la ventana. El brujo estaba haciendo una
de sus mezclas mágicas. Echaba hierbas y polvos en una gran olla y luego lo
revolvía todo con un palo largo. Estuvo así durante mucho rato, pero cuando
quiso retirar la olla del fuego, no pudo hacerlo porque era muy pesada.
Entonces cogió una hoz que había encima de la mesa, soltó el mango y de su
interior salieron cuatro hombrecillos vestidos de rojo que se pusieron a dar
saltos mientras decían:
—¿Qué
quieres que hagamos? ¿Qué quieres que hagamos?
—Retirad
la olla del fuego —les ordenó el brujo.
Ante el
asombro de Grazia, que seguía mirando por la ventana, los cuatro enanillos
cogieron la enorme olla y la retiraron del fuego.
—¿Y
ahora? ¿Qué quieres que hagamos? —volvieron a preguntar.
El
brujo extendió su mano y los cuatro se subieron a su palma.
—Ahora
nada, queriditos. No sé lo que haría sin vosotros... Si supieran en el pueblo
que vosotros sois mi magia... Ja, ja, ja —rió el brujo—. ¡Pero nunca lo sabrán!
Si mañana no me han buscado una novia, os mandaré para que destruyáis las
casas, queméis los campos y matéis a todos los animales. Y ahora, meteos en el
mango de la hoz.
Así lo
hicieron los cuatro geniecillos, y el brujo enroscó de nuevo el mango a la
cuchilla. Luego, apagó la luz y se fue a dormir.
Grazia
esperó mucho tiempo quieta, sentada debajo de la ventana, pensando. Decidió
robar la hoz y, con mucho cuidado, abrió la ventana y se metió en la casa. Se
acercó a la mesa y cogió la hoz. Entonces, los geniecillos empezaron a gritar:
—¡Amo!
¿Eres tú? ¿Qué quieres que hagamos?
Grazia
salió corriendo de la casa con la hoz en la mano, pero el ruido que hizo y los
gritos de los geniecillos despertaron al brujo, que, al darse cuenta de lo que
ocurría, saltó de la cama y empezó a perseguirla. La muchacha corría y corría,
pero el brujo corría más deprisa.
—¡Devuélveme
la hoz! —gritaba.
Grazia,
desesperada, veía cómo el brujo estaba cada vez más cerca y, cuando éste ya
estaba a punto de alcanzarla, se detuvo en seco y con todas sus fuerzas lanzó
la hoz que fue a caer al camino de piedra. La hoz rebotó tres veces y el mango
se rompió. Al instante salieron los cuatro geniecillos y desaparecieron de la
vista dando saltos de alegría.
El
brujo se detuvo. Empezaba a amanecer.
—¿Qué
has hecho? —preguntó con una voz muy débil.
Grazia
se giró para mirarle. ¿Era cierto lo que estaba viendo?
¡El
brujo estaba desapareciendo! En pocos segundos, sólo quedó de él la túnica
tirada en el suelo. La joven fue corriendo hasta el pueblo y contó lo ocurrido.
Se formó una cuadrilla para ir a investigar, pero, cuando llegaron al lugar, no
encontraron nada, ni siquiera la casa.
Durante
muchos años, los habitantes de Añes intentaron apoderarse de los cuatro
geniecillos, dejando un mango de hoz encima de un arbusto en la noche de la
víspera de San Juan. Pero, que nosotros sepamos, nadie lo ha conseguido
todavía.